En los años fundacionales del tango -como explica Horacio Salas en su excelente libro "El tango"- adquieren ascendencia cuatro personajes arquetípicos: el compadre, el compadrito, el compadrón y el malevo.Malevo
Compadre es el guapo prestigioso por su coraje y su mirada. Un personaje que amaba Borges y anima buena parte de sus relatos. Encarna la justicia frente a la arbitrariedad de la policía, como testimonio de la contradicción que existía entre las leyes oficiales y su aplicación deforme.
Se comporta como un hombre de honor y de palabra. Viste de negro por su intimidad con la muerte; los únicos contrastes que se permite son el lengue blanco sobre el que está bordada la inicial, y una chalina de  vicuña que lleva en el hombro y le sirve de escudo al enrollarla sobre la muñeca.
No estila descargar puñetazos, como los brutos; su arma es un facón acortado en cuchillo que mantiene alerta bajo la ropa (y por eso lo llamarán cuchillero). Desprecia el trabajo, como sus antecesores míticos (el  hidalgo y el conquistador), y como su padre aborrecido (el gaucho).
Su melena sobre la nuca evoca la coleta de los últimos tiempos coloniales. Se bate a muerte si le miran la mujer, igual que en los dramas de Calderón. Se contonea al caminar evocando el  minué, paso que moderniza e incorpora al tango. Avienta la ceniza del cigarrillo con la uña del meñique con afectación de  gentilhombre.
El comité político alquila sus servicios, que él ejerce con lealtad ciega. Vive solo y es tan parco en el hablar que no sólo genera incógnita, sino miedo.
El compadrito, como denuncia la palabra, es menos en todo. Imita al compadre, pero mal. No infunde temor.
Mientras el compadre se impone por mera presencia y por conducta lineal, el compadrito llena sus carencias con lenguaje vil y aires de fanfarrón. Es  chanta. Es un gaucho desmontado que no soporta la baja estatura y se desvive por hacerse notar. Por eso se rodea de adulones y exagera su ademán y su vestuario.
Cuando camina quebrándose para llamar la atención, pareciera que está bailando. Busca pendencia y elige adrede a hombres que no saben de guerra, bien vestidos por lo general, a quienes envidia y cuya humillación le aumentará el prestigio.
Pese a su autoelogio, su pelo perfumado y su "aire de bacán", la gente no lo aprecia. Ni respeta. Cuando cae en apuros no duda en desenfundar el revólver, cosa de miedosos que jamás haría un compadre.
Para ganar dinero no alquila sus servicios al comité, donde hay riesgo y lealtad, sino que prefiere el camino más seguro del cafiolo.
Conquista y somete a dos, tres o más mujeres que trabajan para él. A veces se enamora de una, eventualidad que difícilmente le ocurre al monástico compadre. En "Mi noche triste" el compadrito llora a la percanta que lo amuró (la ramera que lo abandonó).
El compadrón ocupa un peldaño más bajo aún. Opera como ventajero. También es desleal y cobarde. Gana dinero como soplón de comisarías.
Traiciona a su familia, sus amigos y su barrio por el mínimo plato de lentejas. Pero simula lo que jamás fue ni será. Empilcha hasta el grotesco y vocea virtudes inexistentes.
La mentira es su constante, la agachada, su reflejo.
El malevo ya pisa el barro: es la absoluta degeneración. Su nombre ni siquiera deriva de la raíz padre o compadre. Abusa de mujeres, niños, viejos y cuanto ser débil se le cruce. Deja encarcelar a un inocente poniendo cara de ángel o de idiota, huye ante la amenaza de pelea, se burla de los asustados en un conventillo y se esconde cuando llega la requisa policial. El único sitio donde no se lo quiere matar es en los  sainetes, porque hace reír.
Todos estos personajes ingresaron en el tango: hay letra, ritmo y danza para cada uno, en cantidad.
Fuente: Libro "El Atroz Encanto de ser Argentinos" (páginas 58 a 61), por Marcos Aguinis (ISBN 950-49-0775-X).
Imagen: El Portal del Tango