LA LLEGADA
DEL BANDONEON A ARGENTINA
El 25 de
enero de 1868, el barco Landskrona, de bandera Sueca fondeó en el puerto de
Buenos Aires. Era una tarde calurosa y húmeda, y unos pocos gorriones abombados
por el calor se arrimaban a los charcos para refrescarse, bajo el solaso de la
siesta los muelles estaban desiertos, solo un grupito de changadores agrupados
bajo el alero, observó las maniobras de atraque. El Landskrona , un viejísimo
barco carguero de la Norrköping, que hacía al parecer el último viaje de
ultramar, traía un cargamento de yute desde Bombay. La tripulación agotada y sedienta
por los casi cuarenta días de navegación tras las maniobras de amarre, no
demoró más de media hora en volcarse integra en los bodegones de Paseo de
Julio. Iban ocupando los locales que al llenarse permitían ocupar otros
necesitados de clientes. El primer bar que ocuparon se llamaba “El Tirreno” y
casi pegado estaba “El Pireo”y allí fueron a recalar dos marineros Alemanes que
son motivo de esta historia. Un gigantón rubio de Cuxchaven de celeste mirada
infantil y otro era morocho y retacón con un desagradable tic en la boca y que
llevaba tatuado en el brazo el escudo de Baviera. Los dos alemanes empezaron a
beber en copas grandes aguardiente de caña, al principio en silencio saboreando
el licor, después de a poco el alcohol fue provocando una euforia bochinchera.
A la tardecita comieron pescado frito y salchichón, hasta que entrada la noche
aparecieron mujeres que acompañaron a nuestros personajes a una mugrienta
piecita en el fondo del bodegón. Al otro día después de una gran trifulca,
fueron hasta el barco en busca de otra parte del dinero. Lo cierto es que a los
tres días por habilidad de las mujeres o del bodeguero, se quedaron sin una
corona en el bolsillo. Esa noche partiría nuevamente el barco que los había
traido, por ese motivo conversaron entre ellos un rato y al final de acuerdo se
levantaron para dialogar con el Griego dueño del local, acordaron que seguirían
bebiendo u que el rubión quedaría de garantía mientras el mocetón morocho fue
en busca de algo que pudiera pagar la deuda contraída. No pasaron más de veinte minutos cuando el
Alemás regresó, traía en la mano un bulto del tamaño de una valija y sin decir
palabra la dejó sobre el mostrador, dijeron una cifra que el griego cortó por
la mitad enseguida mientras echaba una mirada despreciativa a aquel bulto,
estaba metido dentro de una especie de envoltorio negro abrochado con botones
que el bodeguero fue abriendo sin prisa. Adentro descubrió una especie de
acordeón con mezcla de concertina, les arrimó un par de botellas más de bebidas
a los Alemanes y unos pesos arrugados. El rubio se paró y sacando ese
instrumento, se pasó una correa sobre el hombro para sujetarlo, de pié y
apoyado en el mostrador toco con dificultad una especie de mazurca
champurreada. Todo hubiera sido una historia sin trascendencia si no hubiera
aparecido en ese momento un tercer personaje, morocho de chambergo alto que
mientras bebía una ginebra prestaba inusual atención a aquel instrumento. Era
un conocido guitarrero de la zona con cierta fama de saber tocar con éxito. Se
acercó al mostrador y olvidando por un momento su compostura lo miró con ojos
asombrados y angurrientos, después pasó con suavidad sus dedos uñudos en la
caja incrustada de nacares y por la botonera, no perdió tiempo y ofreció una
suma que lo hizo acreedor inmediatamente. Pagó su copa, levantó el estuche con
suavidad y se perdió por las callecitas del barrio de Monserrat. Se dice que para principios de 1869 casi al
final de la guerra con Paraguay el moreno fue llamado a las filas y hasta allá
cargó el instrumento para entretener a sus compañeros con estilos, habaneras y
mazurcas. Así llegó el primer bandoneón a la Argentina para luego hacerse uña y
carne con nuestra música Rioplatense; “EL TANGO”